Por Enrique Sotomayor

Hay un hilo conductor que recorre las fantasías, temores y anhelos de varias muestras de productos audiovisuales recientes. Tomemos algunos ejemplos: en la tercera temporada de Fargo, un personaje misterioso y ridículo llamado V. M. Varga representa a una oscura corporación que ha tomado por asalto a la pequeña empresa de estacionamientos de Emmit Stussy. Con el pasar de los capítulos vemos como la empresa de Stussy se convierte en la fachada de las operaciones de esta corporación anónima, que opera como una fuerza abstracta e implacable. En este entramado, Varga es solo un operador de la organización, y en tanto tal, probablemente la estructura completa de la hidra le resulte inefable incluso a él.

Segundo ejemplo: desde las terceras temporadas de Breaking Bad y Better call Saul hace su aparición una multifacética empresa transnacional llamada Madrigal Efectromotive. Sabemos que se trata de un conglomerado alemán con presencia en varios rubros y conocemos algunas de sus operaciones relacionadas al comercio internacional a través de Lydia Rodarte-Quayle, pero incluso ella, al igual que Varga en Fargo, son nimios engranajes de una maquinaria abstracta e indeterminada que fagocita todo a su paso.

Todo ello me lleva al tercer ejemplo, objeto de este comentario: La Sustancia. En el largometraje dirigido por Coralie Fargeat y protagonizado por Demi Moore y Margaret Qualley vemos retratadas varias patologías de la sociedad contemporánea, pero en ninguno de estos registros la película es especialmente llamativa. Lo interesante es nuevamente la representación oblicua de una entidad omnipresente y a la vez difícilmente representable. Esta vez, la empresa fabricante de la sustancia —un compuesto que permite replicar células y de esta forma otorgar juventud a quien lo consume— asume la forma de una sola presencia en el primer tercio de la película: un enfermero que siembra en Elizabeth Sparkle (Demi Moore) el deseo de detener la decadencia de su carrera como estrella de televisión. El deseo es tomado como el insumo para que el capital, la fuerza abstracta que es la verdadera protagonista de estas historias, haga su ingreso a la escena.

Lo que hace interesantes a FargoBBBCS La sustancia es más lo que muestran que lo que dicen, más la forma en que lo hacen que la propia temática en el nivel superficial. Son productos que requieren una lectura a un meta-nivel, una lectura que podríamos llamar irónica. La agencia desaparece cuando se trata del capital, su lógica implacable y viral envuelve a los otros personajes y les hace ver que lo que realmente determina sus vidas está más allá de su capacidad representacional.

Desde luego, este es un topoi clásico de Frederic Jameson: ¿cómo representamos al modo de producción, como transformamos una presencia en la cognición de esa presencia, cuando algo es tan grande y complejo, cómo damos cuenta de él? Pero mi hipótesis aquí es más radical: varios de los productos realmente llamativos a nivel audiovisual del siglo XXI han lidiado con la cuestión del mapeo cognitivo. Tomemos el caso clásico de The Wire: el problema no es solo la decadencia a escala micro de Baltimore —si eso fuera, la historia sería triste, melancólica, pero mediocre—, sino la interacción entre ese nivel y el macroproceso sistémico de descomposión societal, la deslocalización de “el problema”. El locus de la segunda temporada hace esto explícito, pues el puerto de Baltimore es el mecanismo de representación oblicua de la fuerza anónima del capital, que inyecta y extrae dinero y mercancías desde lo más recóndito del mundo. El personaje real que permite explicar las dinámicas es paradójicamente una red sin agencia, el resultado de acciones individuales que llevan a un sistema irrepresentable a la vez que implacable. La destreza de estos productos audiovisuales está en la perspectiva en red de aquello que yace al fondo de las dinámicas sociales: una combinación de deseo, mercancía y circulación. La sustancia es el capital.

Créditos de la imagen: Forbes

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